Tendría unos 6 años, un verano largo y todos los dÍas libres para jugar con mis hermanos y vecinos. Bastantes heridas en las rodillas de los larguísimos partidos que echábamos en el aparcamiento que había detras de mi casa, calor y un montón de aventuras...
Un día, mi padre nos trajo un balón que le había dado un tío mio policía nacional que realizaba su función de vengador en Puerto 2. Era un balón distinto, tenia vivos colores, pero en este caso no venia de ninguna factoría del otro lado del mundo, sino que quienes lo habían cosido a mano eran reclusos del penal.
Con el jugábamos a ser las estrellas del momento, ilusos sueños fruto de la inocencia, pero que negro era su origen...
Realizado en cautividad, para que nosotros disfrutáramos fuera, parte de la humillación diaria de la venganza carcelaria, para que cada vez que lo golpeásemos simbolizáramos los golpes que sufren todos aquellos que una vez se arriesgaron y perdieron.
El balón no conoció ningún estadio, nacido en los talleres de la prisión para alejar a los presos de la rutina de la galería, ninguno de mis amigos llegaron a mucho: toxicómanos, militares y cualquier otra cosa menos una estrella o un ganador.
Ninguno de nosotros llego a nada, y un día el balón empezó a descoserse, como la herida que representa cualquier penal en cualquier lugar del mundo, nacido del fracaso contemplo el origen de nuestros fracasos personales, mientras reíamos e intentábamos destacar en nuestras pachangas de barrio.
No sé dónde estarán ahora mis vecinos, a mi padre le fueron mejor las cosas y nos mudamos a un barrio “mejor”, de esos que tienen rejas por todos lados, nuestra cárcel privada pagada por las largas horas horas que mi padre echaba en su trabajo.
No se nada de esos presos que hicieron el balón, pero me gustaría que sintieran mi más cercano agradecimiento por las tardes que pasamos con su trabajo-castigo, en mi memoria un recuerdo anónimo y la rabia por lo que la vida hace y deshace.
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